Eutanasia

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Cada vez estoy peor. Ya no me aguanto. Camino por las paredes, maúllo por los techos, asalto bolsas de basura y le ladro a las ruedas de los autos. Me arrastro, lento, por la corteza de los árboles, la de tu silencio. Busco en la heladera cualquier resabio que me anestesie, pero ahí es todo blanco. Revuelvo la alacena buscando respuestas o al menos algunos insultos, pero nadie está al tanto: la salsa de tomate no me ataca ni se quiere defender. Las horas pasan lentas, sin indicios, sin altas en el cuenta kilómetros. Cada mensaje que no llega es una gota del suero que cae, impiadosa, sobre la vía de mi eutanasia. Sé lo que tengo que hacer, o lo que conviene, pero más sé lo que me cuesta. Me amarro, me muerdo. Me tiro de la terraza en recreaciones no del todo posibles, a lo mejor un poco ciertas. Aterrizo sobre una escollera de piedras que me recibe, me choca, me fractura, me asfixia, me rebota, me devuelve, me empuja otra vez.

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